El hombre ahora puede volar por el aire como un pájaro,
él es capaz de nadar bajo el mar como un pez,
él es capaz de cavar bajo la tierra como un topo.
Ahora, si tan solo caminara sobre la Tierra como un hombre,
esto sería el paraíso.
Melissa Auf Der Maur: Esto sería
el paraíso


El siglo XXI se ha convertido en un escenario donde la tecnología informática
dictamina el orden del día y determina la visión del mundo de la juventud
actual, nacida, como dice cierto refrán muy reciente, “con una computadora bajo
el brazo”, es decir, aptitudinalmente lista para manejarse entre computadoras y
celulares. En la competencia tecnocrática que plantea un mundo regido por los
cánones industriales de los países con altos niveles de desarrollo
científico-técnico, la realidad de los países en vías de desarrollo o también
llamados, aunque nos pese, subdesarrollados, se ve halada por un brazo hacia
adelante, llevada a trompicones hacia el futuro, bajo la premisa de que “el
futuro es ahora”. Sin embargo, muchos aspectos debemos considerar en esta
aceleración permanente de las nuevas tecnologías y esta sociedad llamada “de la
información”, pues es tal vez estemos corriendo a ciegas hacia un nuevo tipo de
clasismo posmoderno: el clasismo tecnológico. Si vemos la sociedad como un
cuerpo, es sólo un brazo el que va halado hacia adelante mientras el resto del
cuerpo va inerte, detrás, inerme, atontado, a riesgo de caerse en esta carrera,
en esta “autopista de la información”.
Las tecnologías de investigación y comunicación se nos presentan como una
de las maravillas de la actualidad, y en este contexto se nos intenta convencer
de manera incuestionable de su necesidad y de una importancia revestida de trascendencia.
Sin embargo, podemos plantearnos algunas dudas al respecto, para tratar de no
caernos en mitad de la autopista, tomando en cuenta que nuestra carrera más
importante es la de la supervivencia de la humanidad, no la del avance
tecnológico. Aún no es tarde para preguntarnos: ¿podremos bajarle velocidad y
aprender a andar eficazmente como sociedad tecnológica, o “del conocimiento”,
para evitar la caída? ¿A quiénes corresponde el rol de asumir críticamente la tecnología
en nuestra actualidad? ¿Podemos plantearnos una ética informática, específica
dentro de la ética científico-tecnológica, enfocada en las tecnologías de
información y comunicación?
Las TIC son, básicamente, el cúmulo de plataformas tecnológicas que van
creándose día a día con el fin de garantizar el flujo de información entre los
usuarios de las redes sociales, blogs, correos electrónicos y de los medios de
comunicación tradicionales que recurren a informática para expandir su
capacidad de penetración en las masas. También se incluyen, en un abanico de posibilidades
comunicativas, los videochats, videoconferencias, reuniones virtuales y demás
mecanismos utilizados en diferentes contextos (institucionales, educativos, laborales,
empresariales, etc.). Sin duda, han servido para agilizar muchos procesos,
permitiendo una velocidad de información en tiempo real cada vez más eficiente y
una diversidad de posibilidades para la comunicación a distancia cada vez más amplia.
Los ejemplos abundan: hacer asignaciones para la escuela, el liceo y la
universidad implica hoy en día una consulta prácticamente obligatoria de internet;
escribimos en el buscador Google lo que necesitemos investigar, y es muy
probable que lo consigamos; y la podemos leer, copiar, descargar, editar, ver
esquematizada o representada en imágenes, de fuentes primarias o secundarias,
etc. De hecho, a nivel universitario, la educación a distancia on-line es una de las panaceas de la
sociedad transmoderna, ya que ha permitido al ciudadano común que trabaja todo
el día y el fin de semana debe salir a hacer compras y diligencias, estudiar
alguna carrera universitaria a través de una computadora, en la comodidad
nocturna o sabatina/dominguera de su hogar. El año pasado, 2018, la Empresa
Superlativo, editora del periódico Noticias del Tuy, auspició un Taller “Intangible”
(así llamado) de Cuento y Poesía, dictado por un escritor de esta región a
través de la red WhatsApp, desde su teléfono inteligente, con garantía de
certificado, expedido también, por supuesto, vía electrónica. A nivel laboral,
muchas empresas públicas y privadas se han permitido darle a su personal
administrativo, general o ejecutivo la posibilidad de cumplir con muchas de sus
funciones a distancia. Elaborar proyectos, investigaciones, desarrollar tareas,
indicadores, cuadros, diapositivas, informes, incluso preparar discursos y
exposiciones para el jefe, son sólo algunas de las cosas que se pueden hacer;
tomando en cuenta que las videoconferencias, audioconferencias, chats, audiochats,
videochats, entre otras cosas relacionadas, son hoy una realidad práctica en
muchas instituciones gubernamentales, empresas y compañías privadas,
fundaciones y asociaciones, etcétera. Estas posibilidades han influenciado,
como era de esperarse, en el ambiente laboral del periodismo, por lo tanto, los
medios de comunicación han adoptado, para su cotidianidad tanto interna como
externa, las nuevas tecnologías informáticas y comunicacionales. Un periodista
escribe un artículo, lo envía a un servidor interno tipo correo electrónico
donde un corrector lo pule, este a su vez lo reenvía ya corregido a un editor
que termina de ajustarlo a los requerimientos de la empresa comunicacional, y
este finalmente lo envía a un jefe o coordinador editorial que autorizará
finalmente su publicación, que irá hasta la computadora de un diseñador que
hará una versión, también revisada y autorizada por el departamento editorial,
para el medio impreso en físico, para la página web del mismo, y con los mismos
criterios de diversidad de funciones laborales, se elabora entonces una “batería
de tweets”, un resumen para Facebook, y una campaña mediática especial apoyada
en lo visual para Youtube e Instagram, y cualquier otra red social que a los
productores del medio de comunicación les interese, garantizando que su
información llegará a la mayor cantidad y variedad de usuarios, en el mundo;
incluso con la opción de que se les traduzca gracias a un equipo encargado de
traducir los textos para otros idiomas o gracias al propio servicio automático
de los exploradores de internet que de inmediato ofrecen “traducir esta página”
gracias a su detector ortográfico. Las facilidades, pues, abundan, y las posibilidades
abruman.
En este sentido, los gobiernos se han visto en la necesidad de regular la
actividad que la sociedad ultramoderna está llevando a cabo en esas plataformas
digitales e internet que parecen, aún, tierra de nadie, libre de leyes y
reglamentos, sin imposiciones ni códigos de ética, pero donde todos los
ciudadanos, incluyendo sus funcionarios públicos, participan de una manera
abierta, expresa e incluso intencionada (para bien o para mal). Los Estados se
ven en la necesidad entonces no sólo de intentar reglamentar el funcionamiento
y uso de internet, sino también, inevitablemente, de acoplarse a esta realidad
irrefrenable de la velocidad tecnológica, participando activamente en su uso.
Un ejemplo evidente de ello en Venezuela es nuestra Ley de Infogobierno,
aprobada desde al año 2013, la cual pretende utilizar las TIC para “mejorar la gestión pública y los servicios que
se prestan a las personas; impulsando la transparencia” de las funciones
del Estado y del gobierno, con carácter incuso de obligatoriedad, así como
universalizar, promover y garantizar que la ciudadanía en pleno pueda hacer uso
plural y democrático de estas tecnologías informáticas y comunicacionales, bajo
la promesa de la independencia tecnológica. Los documentos y firmas
electrónicas gozan así de validez gubernamental, el software o los programas libres
reemplazan a los pagados en las instituciones del Estado, a la población
estudiantil se le dan laptops y tablets para estimular sus estudios, y las
instituciones se ven en la obligación de mantener portales de internet
funcionales donde los usuarios puedan acceder a la información requerida de
cada servicio estatal, y eso va desde el pago de impuestos o el manejo de
cuentas bancarias, hasta el acceso a las publicaciones literarias más recientes,
incluyendo los mecanismos relacionados con la Contraloría General de la
República o el Consejo Nacional Electoral, y en casi todos esos servicios, cada
usuario puede o debe tener una cuenta personal para operativizar sus
diligencias, ya sea como personas naturales o jurídicas. En fin, toda una vasta
cantidad de información circula hoy en día por lo que se ha dado en llamar “la
nube”, es decir, la intangible señal de internet y sus alojamientos virtuales,
celdas de almacenamiento cuyo soporte físico no existe sino como apoyo circunstancial,
y si se daña un equipo, se reemplaza por otro sin que el almacenamiento se vea
afectado. Todo está allí, en el aire, de una manera que hace menos de un siglo
podría haberse considerado, simplemente, magia. La comunicación goza de esta
misma suerte casi en la totalidad de los casos: una imagen, animación, video o
audio enviado por correo electrónico, página de internet, subida a Facebook,
WhatsApp, Twitter, o cualquier otra red social, quedará, aparentemente para
siempre, “colgada” en internet, como si fuera una fruta “colgante” que
cualquiera puede tomar de un árbol-nube sin que haya posibilidad de que se
agote.
Sin embargo, debemos ser críticos ante esta realidad. Si tomamos cada uno
de estos ejemplos que hemos mencionado y lo llevamos a la cotidianidad
práctica, empezaremos a evidenciar deficiencias que podrían estarnos hablando
de un nuevo fenómeno típico de este siglo XXI y que podríamos llamar “clasismo
tecnológico”. Porque lo real es que, mientras un grueso sector de la sociedad
no tiene la posibilidad económica para adquirir una computadora, tablet o
teléfono inteligente, la “democratización” de las TIC, especialmente hoy en
día, sigue siendo una utopía que no puede ocupar el espacio de la
democratización de la alimentación, la salud, el derecho a la vivienda digna,
al trabajo estable y con justa remuneración, el aseo urbano, y el acceso a los
bienes culturales que son inherentes a nuestra condición humana. La realidad,
aparentemente, parece decirnos que aún muchas personas de las nuevas
generaciones, por más que intenten avanzar en su desempeño social, están
alejadas de las tecnologías de la información y comunicación por las
condiciones socioeconómicas de pobreza y desigualdad a las que un país como el
nuestro, aún por debajo de los niveles necesarios de desarrollo
científico-técnico-humano, le obliga y condena a vivir. En este plano, el
acceso a la educación on-line es un
lujo aún para la clase media por razones muy sencillas: en caso de tener
computadora, ¿cuánto le toca pagar por el uso de internet? Si necesita de una
cámara y no la tiene, ¿cuánto le costará comprarla? Y si entonces algún
componente, incluyendo la cámara web, se le daña, ¿cuánto le costará reemplazar
el componente o solicitar servicio técnico? En fin, ¿de cuánto dinero debe
disponer para mantener de manera permanente un proceso de aprendizaje on-line? Y eso sin mencionar si tiene
que pagar por descargar un libro, usando su tarjeta de crédito. Y aun si
dispone del status socioeconómico para cubrir esas necesidades, ¿sabrá
realmente investigar sin recurrir al archiconocido “corta-y-pega” típico de los
analfabetas funcionales? Por otro lado, si es por teléfono ¿qué pasará si un
día es víctima del hampa y pierde su dispositivo, llámese celular, tablet,
laptop, u otro? Insisto: seamos realistas. El Taller “Intangible” de Cuento y
Poesía auspiciado por el diario Noticias del Tuy en 2018, la verdad es que se
vio truncado cuando tres de sus participantes no pudieron pagar la renta
mensual de su teléfono, a otros dos el teléfono se les dañó el táctil o la
pila, a una chica le robaron el teléfono, otra tenía era un blackberry que dejó
de ser compatible con la aplicación WhatsApp y esta no le abrió más, otros dos
se vieron tan ocupados en su cotidianidad que llegó un momento en que ni siquiera
el horario dominguero del taller pudieron seguir cumpliéndolo por tener que
salir a hacer sus compras semanales, y una se desanimó con tal deserción que
perdió todo interés en el taller y se retiró. Al final sólo dos personas
terminaron el taller, de doce que empezaron y habían pagado. ¿Cómo podemos
hablar de democratización de una educación on-line
si la situación nos demuestra que el ciudadano promedio venezolano tiene hartas
dificultades socioeconómicas para acceder a las TIC? Y todo esto sin mencionar
las posibles consecuencias de salud que podría tener alguien que, luego de la
dura jornada laboral y hogareña que le causa un agotamiento físico, también
deba lidiar anímicamente con una señal de internet lenta o un monitor que le
impacta negativamente la vista cansada, y no hay un sistema económico y de salud
que le permita realmente gozar de las TIC, sino sufrirlas porque estas se han
convertido en una necesidad creada de
la sociedad moderna. Estamos hablando, pues, de ciudadanos a quienes la
tecnología los lleva halados por un brazo, en un carrera a trompicones, con
riesgo verídico de caerse, es decir, de fracasar injustamente en el más
competente intento. En cuanto a lo laboral o institucional, y a las diligencias
on-line a las que los
cuentahabientes, clientes, contribuyentes y demás términos con que llamamos a
una misma persona en sus diferentes roles ciudadanos, ¿cómo podemos saber que
todos los ellos pueden realmente tener acceso igualitario a las TIC, y, además,
tener un adecuado desempeño operativo frente al teclado y la pantalla, si los
índices de alfabetización tecnológica no parecen indicar un avance real en
medio de una crisis que tiene décadas agudizándose cada día más
(Briceño-Iragorry, Rosenblat, Prieto Figueroa, Úslar Pietri, entre muchos
otros, nos la advirtieron desde mediados del siglo XX), por más esfuerzos que
hagan los gobiernos por impedirlo, ya que los intereses financieros de quienes
lideran la carrera informática tienen más peso que cualquier petición de pausa
que piden los pueblos en esta prisa trepidante y alocada? Además, son estos intereses
financieros los que mandan en las empresas de comunicación social, donde todo
el organigrama tecnocrático está en función no tanto de la veracidad como de la
publicidad, y así nace desde el ocultamiento o tergiversación de la información
verídica hasta el mero o descarado palangrismo. La libertad de expresión ha
caído en un libertinaje innegable. Las TIC, pues, por sí solas, son arma de
doble filo porque no hay una ética humanista que las rija. Es posible que, sin esa
ética que necesitamos que se le aplique a las TIC, estas terminen garantizando
más bien una pirámide clasista en la que los puestos superiores serán ocupados
sólo por quienes pueden, y no por quienes quieren. Y esto es así tanto para las
estructuras de poder de los gobiernos, como para las estructuras de poder
mediático y financiero. Porque en el plano de las condiciones económicas y materiales
en su relación con el poder, lamentablemente, no todo el que quiere, puede, y la
palabra “poder” se nos torna entonces ambigua e incierta, porque a veces el que
“puede” sólo lo hace en términos de dependencia, ayudado por otro con mayor o
menor deseo de ayudar, cuando no simplemente cobrando por la ayuda, como en
esas salas de internet donde se cobra a los adultos mayores sumas terribles de
dinero por, simplemente hacerles la consulta de su cuenta individual del Seguro
Social, o pagar al SENIAT, o abrir una cuenta bancaria, o incluso resolver un
trámite en su página de Patria (por ejemplo, agregar un niño recién nacido al
grupo familiar, y se ha visto como parejas jóvenes de escasos recursos deben
sacar dinero de donde no tienen para pagar ese servicio en las salas de
internet). En este contexto las TIC podrían resultar ser también la garantía
del enriquecimiento de los que quieren y pueden
manejarlas, a costillas de los que quieren y necesitan de ellas pero no pueden hacerlo porque sus condiciones
socioeconómicas, aún en un gobierno de intenciones socialistas, no ha podido
mejorarles sustancial y significativamente, ni siquiera en su alfabetización
tecnológica. Hacia dónde nos llevará esta obligatoriedad de la Ley de
Infogobierno, cuál será su impacto a mediano y largo plazo en la sociedad
moderna venezolana, con los actuales niveles de desigualdad que aún, como país
expoliado, bloqueado, empobrecido y contradictorio tenemos, es algo que todavía
no se vislumbra de una manera suficientemente optimista.
La responsabilidad de los gobiernos latinoamericanos en el acceso a la
comunicación y la información es algo que trasciende al mero fetichismo
tecnológico, de eso no debe caber duda y tal vez sea una exigencia de la
sociedad. En Venezuela si bien no podemos quedarnos atrás, tampoco podemos
olvidarnos de la necesidad humana original de la comunicación y su preponderancia
por encima de toda fiebre tecnológica. No hay comunicación más eficaz que la
que se realiza frente a frente, cuerpo a cuerpo, físicamente, experiencialmente.
Si llega un momento en que nadie necesite salir de su casa para comunicarse con
otro ¿qué pasará con la mirada, el gesto, la caricia, el beso, la contemplación
responsable de la naturaleza? ¿Nos convertiremos solo en fuentes y receptáculos
de información y comunicación a distancia? ¿A quién le conviene que haya cada
vez más distancia física entre los seres humanos, en beneficio de una cercanía
que sólo nos podría dar un aparato electrónico al que debemos darle gracias por
mantenernos alejados? ¿Así no terminaremos alejándonos incluso de la Tierra y
perdiéndola para siempre? ¿Dependeremos de la tecnología hasta para
comunicarnos los unos con los otros?
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--------------------------- (1993). “El analfabetismo funcional”. En El Nacional, 26 de septiembre de 1993. Pág. A-4
buenas noches recibida la actividad.
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